Entré en la cocina del caserío; una vieja mecía en la cuna a un niño.
—El otro médico está arriba —me dijo.
Subí por una escalera al piso alto. De un cuarto cuya puerta daba al granero, escapaban lamentos roncos, desesperados, y un ¡ay, ené! , regular, que variaba de intensidad, pero que se repetía siempre.